
Mi viaje como escritor comenzó en 2020, en medio del encierro y el caos que trajo la pandemia del COVID-19. Siempre me había fascinado la literatura, pero nunca antes me había atrevido a escribir algo que pudiera llamarse un libro. Tenía cuadernos llenos de poemas dispersos, escritos en momentos de desvelo, angustia o simple contemplación. Un día decidí unir esas piezas, darles forma de historia, y así nació Memorias de una ilusión tergiversada. Admito que las palabras más difíciles fueron las primeras, pero luego todo empezó a fluir y me sentí —por primera vez— verdaderamente cómodo escribiendo. Tanto así que, en los siguientes diez meses, ya había terminado tres novelas cortas más.
No soy un gran lector, al menos no en el sentido tradicional. No leo tanto como quisiera ni escribo tanto como me gustaría, pero lo hago lo suficiente. Siempre digo que no escribo lo que quiero escribir; escribo lo que puedo. Lo que me sale. Mis textos son viscerales, imperfectos y profundamente humanos porque vienen de adentro, no de fórmulas ni estructuras aprendidas.
Soy Ismael Martínez, un escritor contemporáneo que intenta —a su manera— hacerle frente a la vida con palabras. Mi obra se caracteriza por su intensidad emocional, prosa poética y una profunda exploración de los rincones más oscuros del alma humana. Con una sensibilidad aguda y una honestidad brutal, escribo sobre personajes (y a veces sobre mí mismo) que luchan con la soledad, el amor, la pérdida, el alcohol y la eterna búsqueda de sentido.
Mis relatos no siguen las convenciones tradicionales. Me interesa más la verdad emocional que la perfección técnica. Influenciado por autores como Alejandra Pizarnik, Albert Camus y Ernesto Sabato, mi narrativa se mueve entre la literatura experimental, la introspección filosófica y la confesión íntima. Escribo para quienes buscan una conexión honesta con lo que sienten pero no siempre pueden nombrar. Para quienes leen para sobrevivir.
A veces crudo, a veces con humor negro, mi estilo mezcla la ficción psicológica, el diario existencialista y la poesía en prosa.
Solo escribo de noche. Cuando el mundo duerme, las máscaras se caen y el silencio me permite escuchar lo que normalmente se pierde en el ruido del día. Mi proceso creativo no es metódico ni disciplinado, es más bien un ritual íntimo: dos tragos de ron, siete minutos de meditación con música melancólica de fondo y un descenso voluntario hacia los rincones más oscuros y profundos de mí mismo.
No llego a esos lugares fácilmente. Debo empujarme, incomodarme, incomodarlo todo. Me arrastro hacia esas palabras que no quieren salir, pero que se asoman desde alguna esquina de mi alma esperando ser encontradas. A veces las atrapo. A veces no. Hay noches en que, a pesar del ritual, no escribo ni una sola línea. Y está bien. Es parte del proceso.
Mis textos suelen llevar rastros de alcohol y desvelo, de pensamientos crudos y emociones que no se filtran El ron —o la cerveza, si el día fue largo— no solo me acompaña, también se convierte en parte del ritmo de la escritura, como si las palabras necesitaran fermentarse antes de ser escritas. Y es así como llegué al título de mi libro Letras embriagadas, ja, ja, ja. Porque sí, muchas veces escribo con el corazón en carne viva… y con un poco de alcohol en la sangre.
Escribo con el cuerpo tenso, con los ojos medio cerrados y el corazón encendido. No persigo la perfección: persigo la verdad. Y cuando la encuentro, aunque sea por un párrafo, entonces ya valió la pena.